sábado, 30 de agosto de 2008

Relato 3



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Oh, Johnny! Quien lo hubiera dicho. La vida toma rumbos inimaginables.

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La habitación era pequeña y blanca, la luz del día penetraba sigilosamente por los cristales de la ventana. En su interior un cuerpo acurrucado yacía en la cama, vestido con un pijama negro. En realidad no era un pijama, sino unos pantalones de algodón ajustados y una camiseta algo grande, un poco deteriorada y sucia. Johnny era su nombre. Sus ojos se abrieron lentamente como persianas destartaladas, eran negros como el carbón. Sus cejas, alas de aves batiendo el vuelo, sus dientes perlas marinas celestes. Johnny se irguió soñolientamente y con su mano derecha zarandeó su largo pelo rizado que le cubría gran parte de la cara, su color: negro, con tonos cobrizos. Seguidamente, alargó la otra mano en busca del paquete de cigarrillos medio vacío que esperaba el dulce tacto de sus dedos, en la mesita de noche. Introdujo su dedo índice en busca del cigarrillo. Lo sacó y lo colocó, sin rito alguno, en sus labios rojizos.

Su mente no cavilaba; al cabo de un rato se levantó y se dirigió al cuarto de baño, abrió el armario y tomó el cepillo de dientes. Salió y buscó entre los cajones de la mesita una caja de cerillas para encender su cigarrillo. Lo encendió. Se acercó descalzo al a ventana y contempló la vista mil veces vista pero nueva y radiante a la vez. El sol se escondía entre nubes irreales de colores mil. Colocó su cepillo detrás de la oreja y siguió fumando, contemplando semejante amanecer.

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Fue un amanecer sólo para ti. Un amanecer que murió al llegar a su máximo resplandor.

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El sol desapareció al final, para no volver a aparecer en todo el día. Johnny giró sobre sus talones y volvió al cuarto de baño, se contemplo, tomó el cepillo y frotó sus dientes, suavemente. Colocó seguidamente el cepillo en el bolsillo de su camiseta, sonriendo ante el espejo del armario para contemplar la blancura de su dentadura. A continuación agarró un lápiz de ojos, mojándolo con su saliva para pasarlo luego por la parte inferior de sus párpados, iluminando de esa manera su pálido rostro. Se puso sus zapatillas viejas, bajó, bebió un café y salió fuera con la misma indumentaria con la que se había levantado.

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Johnny, esa trágica melancolía tuya era cautivadora, fascinante. Tu mente cavilaba y cavilaba sin cesar, las ideas te sacudían y tú no podías controlar lo que ocurría ante ti.

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Janet apareció de repente ante Johnny, sus miradas fueron fulminantes. No hubo palabras. Echaron a andar sin rumbo. Janet llevaba un vestido negro. Debajo del cual salían unos leotardos negros bastante usados. Su pelo era largo y ondulado, el cual azotaba su rostro a causa del viento, que iba rugiendo cada vez más fuerte. Su cara era pálida, a diferencia de sus labios que estaban pintados de negro. Sus ojos no. Una lágrima rodó por su cara. Entonces, Janet, cogió su cepillo de dientes del bolsillo de su vestido. Johnny el suyo. Los dos siguieron caminando.

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miércoles, 27 de agosto de 2008

Relato 2


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Cuando era pequeño, solía sentarme en el portal de mi casa, con mi peto de terciopelo amarillo a cuadros, y contaba mis deditos:
- y uno y dos y tres …
Los insectos del estío revoloteaban a mi alrededor, zumbando arriba y abajo.
(Tzsss…. Zummm …)
- y uno y dos y tres … - contaba yo mis deditos, todos los días con mi peto de terciopelo amarillo a cuadros, en el portal de mi casa, sí, cuando era pequeño.

Ahora, ya no soy tan pequeño, ni tengo un peto de terciopelo amarillo a cuadros, pero, sí tengo este cálido y sereno recuerdo que perdurará para siempre.
- y uno y dos y tres …

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martes, 26 de agosto de 2008

Relato 1


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Una viejecita de negro, pasa frente al portal,
se para, mira a los lados y se acerca silenciosamente.
Su cara es fantasmagórica, su nariz con verruga y todo,
es corva como la de los cuervos, y sus ojos,
negros y brillantes como el carbón,
que destellan al mirarme fijamente.
Yo sonrío ligeramente y quedo fascinado ante semejante rostro;
Y me pregunta con voz ronca:

- ¿Quién eres?

Yo aprendí a contestar:

- Soy el chico que nunca nació. Tal vez crecí entre el maíz. Caspita, ¡Qué pícaro soy!

La vieja cierra los ojo, y con su mano me despeina suavemente,
desapareciendo sigilosamente por la esquina.
La noche se acerca perezosa y cubre el cielo con su manto negro,
dos estrellas brillantes penden en lo alto,
a modo de saludo, yo las miro fascinado y río.

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